La cría del gusano de seda y la producción textil consecuente fueron actividades que comenzaron en China hacia el año 2700 a.C. Según la leyenda de aquel país, la emperatriz Silico-Ling-Si-Ling-Chi descubrió el prodigio de la seda cuando llevada por la curiosidad logró devanar un capullo silvestre que de modo casual encontró a los pies de un moral en su jardín.
Las técnicas de la sericultura fueron celosamente custodiadas, incluso bajo la amenaza de crueles castigos, hasta la misma muerte, a fin de que pudieran mantenerse los lucrativos beneficios con el monopolio de su exportación.
En tiempo de la dinastía Han (siglos II-III a.C.) se organizaron caravanas que durante cientos de años comunicaban Oriente y Occidente a través de las llamadas Rutas de la Seda.
Pero aquel valioso secreto estaba predestinado a su inexorable extinción. La sericultura pasó a Japón a través de Corea, y la India por medio de una princesa china que escondía huevos de gusano y semillas de moral en su tocado. El contrabando introdujo asimismo esta técnica en Constantinopla hacia el año 522 d.C. a través de dos monjes bernardos que, inducidos por el emperador Justiniano, transportaban huevos en el interior de sus báculos de bambú, y de allí finalmente pasó a Europa hacía el siglo XVI, desarrollándose especialmente en Lyon (Fancia).
En España, se atribuye a los godos la introducción del arte de la seda, aunque fueron los árabes quienes propagaron la técnica por todo su imperio, tomando gran arraigo en Andalucía y Valencia.
LA SEDA. ARTESANIA PALMERA
La seda de La Palma goza de reconocido y merecido prestigio en el ámbito de la artesanía. No en vano, se trata de una tradición secular de gran solera que tuvo sus inicios en La Isla desde los años inmediatos a la Conquista, y que conserva hoy en dia herramientas y métodos que no difieren demasiado a los utilizados hace cinco siglos.
En una Real Provisión de Fernando el Católico de fecha 3 de mayo de 1513 consta que no ha de pagarse diezmo por la seda sino por la hoja de moral.
Pocos años después, en otra Real Provisión expedida por el emperador Carlos I de fecha 22 de noviembre de 1538 dirigida al Gobernador de La Palma a petición del Concejo de la Isla puede leerse: “..en esa dicha isla se a començado a hazer seda porque la experiencia que dello se ha hecho hera muy buena...”.[1]
El esplendor de la sericultura palmera tuvo su momento álgido a lo largo del siglo XVIII, concretamente durante la centuria que abarca los años desde 1680 hasta 1780. Los protocolos notariales, reflejo de la vida diaria, dejan constancia, indirectamente, de la presencia masiva de sederos y talleres, si bien es cierto que estas referencias que hacen alusión al oficio se encuentran, por lo general, en documentos postrimeros respecto a su utilización real, como testamentos, particiones o inventarios post mortem.
A modo de ejemplo cabe citar la partición de bienes practicada el 21 de marzo de 1749 entre los herederos del alférez Bartolomé Hernández Estrella y su mujer Francisca de Paz, vecinos en la calle de la Somada junto al Llano del Convento de San Francisco. En ese documento, protocolizado 74 años después, en 1823[2], se hace relación de “cuatrocientos diez reales que importo el oficio y tienda de sedero que fue de dho alférez”.
También los viajeros que recalaban en los puertos de La Palma, observadores circunstanciales de la realidad isleña, dejaban constancia de esta floreciente industria textil. George Glas comentaba en su obra Descripción de las Islas Canarias 1764 que la Palma exportaba a Tenerife azúcar, almendras, dulces, tablas, brea, seda cruda y orchilla.
Según informe del ingeniero militar don Francisco de Gozar mediado el siglo XVIII: “La isla da bastante seda, y con la que sacan los tejedores de las otras, y principalmente de la Gomera, mantienen un numero de telares, en que fabrican tafetanes muy fuertes que despachaban bien en Tenerife y América”. En efecto, el investigador don Juan Régulo Pérez[3] sostiene que el número de telares existentes en La Palma en 1775 era de 3000, frente a los 44 de Tenerife en 1777, con lo que la producción de la Palma y La Gomera superaba con mucho a la del resto de las islas.
LOS SEDEROS Y SUS TALLERES
El oficio de sedero podría proporcionar pingües beneficios a los artesanos. Buena muestra del progreso adquirido con dicha actividad la evidenciamos en la figura de José Pedrianes. Su esposa Nicolasa Fernández manifiesta en su testamento[4] que pocos bienes llevó la pareja al matrimonio, perdidos en un incendio declarado en su humilde vivienda en el barrio de San Sebastián. Sin embargo, en régimen de gananciales, y producto del trabajo sericultor adquirieron varias casas (todas ellas en el mencionado barrio de San Sebastián), y joyas. Entre sus pertenencias figuran: “...siete telares y demas pertenencias del oficio de sedero como torno, peines y redinas correspondientes...”
El artesano establecía su taller en la casa de su habitación que, por lo general disponía de huerto de regadío anexo. Así, Petra de la Concepción declara en su testamento de 13 de agosto de 1819[5] que su marido José Sánchez aportó al matrimonio “...una caldera de cobre, telar, peyne, redina...y una tela de seda torcida...”, habiendo adquirido en gananciales una “...casa nueva de alto y bajo con su huerta de regadio en esta ciudad...”. Del mismo modo, Antonio Romualdo Sansón Rodríguez, originario de Los Sauces y vecino de la ciudad, detalla por bienes en su disposición testamentaria de 1807[6] “...La casa de alto y bajo de mi habitación con su huerta de hortalizas y arboles situada en esta ciudad que todo linda por delante calle real... Yten el torno, redina, telares, peynes, calderos y demas utensilios propios del oficio de cederia que se halla dentro de la casa...”. También aparece en la partición de bienes por muerte de Antonio Vicente Fernández, sedero, protocolizada en 1840[7] “...una casa de alto y bajo con huerto de regadio, en la calle principal de Santiago, inmediata a la ermita de Sta Catalina...”.
Este último, con anterioridad, había solicitado a tributo en 1790 un cañón de agua para utilizar en su taller que se encontraba en una casa junto a la de su vivienda, manifestando en la correspondiente escritura que:
“...con motibo de ser yo Maestro del Arte de las sedas y tafetanes e comprado inmediata a las casas de mi habitación una cassa terrera a los herederos de Franco Calderon en donde tengo mi tienda del oficio y tengo a mis oficiales en la qual casa se halla un sitio muy propocionado para hacer toda clase de tintas, pero acontece el que como quiera que este Arte de sedas necesita una grande limpiesa con Abundancia de Agua y de esta caresco aquí...”[8]
El cultivo de morales respondía en buena lógica a la comodidad de disponer lo más cerca posible del alimento necesario para el desarrollo de los gusanos, lo que puede deducirse del testamento otorgado en 1733 por Beatriz Camacho[9], viuda de Salvador Francisco, vecina de Breña Baja, en el que declara tener: “...una guerta de tierra con el moral y mas tres ssee de tierra delante de la puerta y mº tanque y un telar...”.
Un taller, por lo general, disponía de varios artesanos especializados. Las tareas de hilar y tejer eran desempeñadas de modo habitual por mujeres; en cambio, el trabajo en el torno era más propio de los hombres. También existía una cierta distinción en cuanto al lugar de trabajo. Los telares proliferaban por doquier en todos los puntos de la Isla pero, mientras que en la capital abundaba más la mano de obra masculina, en los pueblos la tendencia se invertía a favor de las mujeres.
LAS HERRAMIENTAS
La sericultura es una actividad con dos tareas bien diferenciadas: La cría del gusano (Bombyx Mori ) la transformación de la fina fibra en ese tejido de suave tacto, peculiar brillo y extraordinaria textura que es la seda. Respecto a la primera cabe decir que la Isla goza de una clima óptimo y condiciones naturales para dicha cría. Debido a la gran voracidad de los gusanos, la rentabilidad y calidad del producto final pasa por disponer de gran cantidad de morales o moreras cuyas hoyas tiernas constituyen su alimento (para obtener una libra de seda se necesitarían aproximadamente 75 Kg. de hojas frescas). Asimismo se necesitan muchos capullos para rentabilizar el trabajo (al menos 125 para obtener un real en venta de tela durante el siglo XVIII). En cuanto a la segunda, aunque la imagen que suele permanecer en la retina de todo el proceso es la de una persona aplicada pacientemente a su obra tras el rústico telar, la elaboración es mucho más compleja y consta de varias etapas, cada una de las cuales precisa de una herramienta y un trabajo especializado (pueden llegar a contabilizarse hasta 12 operaciones diferentes, con sus respectivos grupos humanos: Torneros, torcedores, tejedores, etc.).
Todo comienza con la recolección de los capullos incubados antes de que tenga lugar la eclosión de la crisálida (aproximadamente 20 días desde su formación). A continuación se introducen en un caldero con agua caliente para reblandecer la sericina (sustancia gominosa) y por medio de una escobilla o rama de brezo se toman los extremos del fino hilo llenando los cañones con ayuda de un huso o redina para realizar el “torcido” que le da más consistencia a la fibra; luego se pasa al torno donde se forman madejas. Esta seda, aún “cruda”, necesita un tratamiento de cocido con agua jabonosa que elimine completamente la sericina y le proporcione suavidad, brillo y flexibilidad. Entre los tintes naturales más utilizados se encontraban los de la cochinilla y la cáscara de almendra. Por último los hilos pasan a la urdimbre y luego al telar que forma la trama final del tejido.
En la ya comentada partición de bienes al fallecimiento de Antonio Vicente Fernández[10], además de diversos libros de cuyos títulos pueden intuirse contenidos relativos a su oficio (“curiosidades de la Naturaleza”, “Arte de fundiciones”, Reflexiones sobre la Naturaleza”) son inventariadas con su correspondiente aprecio, las herramientas de su taller: Un torno de torcer seda (35 pesos), dos redinas con sus bancas (14 pesos), un urdidor con su trascañadera[11] (12 pesos), tres telares de sedería (30 pesos), dos cabrías de plegar (2 pesos), un rastrillo de hueso (5 pesos), varios calderos, dos peines de sedería (4 pesos), cinco peines de sedería (10 pesos).
Era habitual que el propio artesano fuese vendedor del producto manufacturado[12]. Asi, en la partición hecha por los herederos de Miguel Agustín de Torres el 18 de noviembre de 1825[13] se hace relación de las siguiente herramientas que se encuentran en la tienda y casa de su habitación en San Telmo: Un torno de hacer madejas (2 pesos), un torno de hilar seda y caldera de plomo (17 pesos y 4 reales de plata), calderos, dos cuartos de tinta de sedero, un peine de cedro (4 pesos) y un telar.
La seda era un artículo de exportación, pero también de consumo local, como se pone de manifiesto con la presencia de tafetanes, brocateles, damascos, pañuelos y medias de “seda de la tierra” en cartas dotales, inventarios y particiones post mortem.
EL RELEVO GENERACIONAL
La destreza necesaria para la fabricación de telas se alcanzaba tras varios años de práctica, lo cual obligaba a que la contratación de aprendices se efectuase a una edad temprana, pero también era el oficio artesano de sedero una tradición familiar transmitible de padres a hijos. Por ello, además del aprendizaje se incluía el posterior legado de todas las herramientas, procurando así garantizar el relevo generacional. Así, María Fernández, mujer de Antonio Rodríguez, vecino de la ciudad, declara en su testamento de 1737[14]:
“...yo y mi marido dimos a Santhiago nro. Hijo que costeamos el oficio de sedero de telares, torno, redina, con todos sus abios, una caldera y un caldero que costaron 50 pesos, 27 libras de seda a 24 rrs la libra...”
Igualmente, Tomás de Morales, oriundo de La Orotava y vecino de la ciudad, manifiesta en su testamento de 1760[15]:
“...después de fallecida mi mujer a Jph mi hijo en esta Ysla pª que buscase su vida le di todo lo necesario que avia menester pª el oficio de sedero asi telar, peine, torno y redina con mas dies [ ) de seda pª su beneficio...”
LA DECADENCIA
Desde finales del siglo XVIII la fábrica de seda había sufrido una progresiva, drástica e irreversible merma que no logró detenerse ni siquiera con la intervención de la Sociedad Económica de Amigos del País, siendo infructuosas sus iniciativas. Tanto es así que en el primer cuarto del siglo XIX la producción había sufrido un retroceso del 70%. El doctor José Viera y Clavijo en su obra Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias[16] reconocía entre los motivos una cierta desidia a pesar de las magníficas condiciones naturales para la cría del gusano de seda (o bicho de seda):
“...Ojalá que nuestros paisanos, conociendo bien el rico ramo de comercio y de industria que les está ofreciendo la seda en la temperie benigna de estas islas se aplicasen con el debido ardor a la cría de gusanos y plantío de morales. Todavía La Palma, donde esta cría y las manufacturas de seda más se han adelantado, no llega su cosecha anual a diez mil libras...”
Para el comisionado por el Gobierno Francisco Escolar Serrano que realizó estadísticas en las Islas Canarias, reflejadas en su obra Estadística de las Islas Canarias entre 1793 y 1806, la causa de la decadencia era el progresivo uso que los isleños hacían del algodón.
Según Pascual Madoz en su diccionario geográfico-estadístico-histórico (1849)[17], a pesar de la calidad textil, semejante a la seda procedente de las mejores fábricas europeas, la competencia resultaba muy difícil debido a la carestía que suponía la mano de obra. No obstante, aún entre 1844 y 1845 la seda torcida figuraba entre los productos principales de exportación a la Península[18].
La propagación durante el siglo XIX (1859) de una enfermedad conocida por pebrina, que afectaba al gusano, causó grandes estragos en la sericultura europea, lo que convirtió a las islas en una especie de reducto de salubridad. La prensa palmera de 1867 se hacía eco de la siguiente noticia:
“...la enfermedad llamada gatina [sic) que tanto daño causa a los gusanos ha hecho que las fábricas extranjeras fijen su atención en nuestra isla. De aquí que el establecimiento en ella de una máquina de vapor para el hilado de la seda y la exportación del capullo que se viene haciendo...”[19]
En efecto, mediada la centuria decimonónica se tenía la conciencia de que era necesario introducir nuevas técnicas que incentivasen y mejorasen la producción. Es así que el economista Don Benigno Carballo Wangüemert en su obra Las Afortunadas. Viaje descriptivo a las Islas Canarias de 1862 proponía nuevos aires para la sericultura:
“...el gusano de seda cría por el sistema primitivo, y la seda se saca limpia y tuerce según procedimientos antiguos...En cuanto a la fabricación de la seda, debo decir que se resiente del mismo defecto. Lo que se fabrica en La Palma es de superior calidad; pero el sistema de telares, la tintorería, los procedimientos necesitan reforma y con esta reforma, acreditada la fabricación, pudiera ser también origen de prosperidad...”
En 1866 don Blas Carrillo Batista, don Félix Laremuth y Hulm, vicecónsul de Gran Bretaña y don Augusto Gachón Teulón, comerciante francés, crearon una sociedad colectiva mercantil bajo el nombre de “Blas Carrillo y Compañía” que, según el documento fundacional, tenía por objeto la compra y venta de capullos y sedas en esta provincia, hilanza de primera y exportación de ambos géneros[20]. Las técnicas mecánicas y la forma de organizar el trabajo eran propias de la Revolución Industrial, cuya mentalidad era contrapuesta al antiguo trabajo artesanal en aras de un mayor rendimiento.
La sofisticada maquinaria que había sido traída a la Isla desde Francia por don Augusto Gachón y don Scipión Martín, fue instalada en el exconvento de Santo Domingo, adquirido con anterioridad por el propio don Blas Carrillo. Según informe de la Sociedad de Amigos del País, el número de operarios era de 35 personas, cobrando las hilanderas un salario que correspondía al doble del habitual en trabajos desempeñados por mujeres[21].
Ocho años más tarde, en 1873 fue disuelta la sociedad[22].
Como muestra del declive ya apuntado, reproducimos un fragmento escrito por la inglesa Olivia M. Stone de su obra Tenerife y sus seis satélites, publicada en Londres en 1887, en que dice:
“...Saliendo de San Salvador, fuimos a ver el telar de seda más antiguo que queda en la isla. La Palma solía ser famosa por su artesanía de seda pero en la actualidad existen pocos telares, ya que la importación de seda confeccionada a máquina en Europa ha reemplazado la producción de los telares manuales de la Isla. Cuando visitamos este telar estaban tejiendo una bufanda o fajín de seda de doce pulgadas y medio de ancho. Los fajines tienen cuatro yardas de largo y el precio varía entre dos y cuatro dólares cada uno. El que estaba en el telar tenía un tono magenta, un color nada atractivo a nuestros ojos. Era imposible conseguir colores rojo o escarlata puro...”[23]
La sericultura palmera, protegida por orden de 1984 del Ministerio de Industria y Energía, en una especie de regresión al pasado, subsiste aún en el municipio de El Paso[24], utilizándose métodos y herramientas artesanales para la elaboración de seda natural con un patente sello de calidad, avalado por la historia y la tradición.
Las técnicas de la sericultura fueron celosamente custodiadas, incluso bajo la amenaza de crueles castigos, hasta la misma muerte, a fin de que pudieran mantenerse los lucrativos beneficios con el monopolio de su exportación.
En tiempo de la dinastía Han (siglos II-III a.C.) se organizaron caravanas que durante cientos de años comunicaban Oriente y Occidente a través de las llamadas Rutas de la Seda.
Pero aquel valioso secreto estaba predestinado a su inexorable extinción. La sericultura pasó a Japón a través de Corea, y la India por medio de una princesa china que escondía huevos de gusano y semillas de moral en su tocado. El contrabando introdujo asimismo esta técnica en Constantinopla hacia el año 522 d.C. a través de dos monjes bernardos que, inducidos por el emperador Justiniano, transportaban huevos en el interior de sus báculos de bambú, y de allí finalmente pasó a Europa hacía el siglo XVI, desarrollándose especialmente en Lyon (Fancia).
En España, se atribuye a los godos la introducción del arte de la seda, aunque fueron los árabes quienes propagaron la técnica por todo su imperio, tomando gran arraigo en Andalucía y Valencia.
LA SEDA. ARTESANIA PALMERA
La seda de La Palma goza de reconocido y merecido prestigio en el ámbito de la artesanía. No en vano, se trata de una tradición secular de gran solera que tuvo sus inicios en La Isla desde los años inmediatos a la Conquista, y que conserva hoy en dia herramientas y métodos que no difieren demasiado a los utilizados hace cinco siglos.
En una Real Provisión de Fernando el Católico de fecha 3 de mayo de 1513 consta que no ha de pagarse diezmo por la seda sino por la hoja de moral.
Pocos años después, en otra Real Provisión expedida por el emperador Carlos I de fecha 22 de noviembre de 1538 dirigida al Gobernador de La Palma a petición del Concejo de la Isla puede leerse: “..en esa dicha isla se a començado a hazer seda porque la experiencia que dello se ha hecho hera muy buena...”.[1]
El esplendor de la sericultura palmera tuvo su momento álgido a lo largo del siglo XVIII, concretamente durante la centuria que abarca los años desde 1680 hasta 1780. Los protocolos notariales, reflejo de la vida diaria, dejan constancia, indirectamente, de la presencia masiva de sederos y talleres, si bien es cierto que estas referencias que hacen alusión al oficio se encuentran, por lo general, en documentos postrimeros respecto a su utilización real, como testamentos, particiones o inventarios post mortem.
A modo de ejemplo cabe citar la partición de bienes practicada el 21 de marzo de 1749 entre los herederos del alférez Bartolomé Hernández Estrella y su mujer Francisca de Paz, vecinos en la calle de la Somada junto al Llano del Convento de San Francisco. En ese documento, protocolizado 74 años después, en 1823[2], se hace relación de “cuatrocientos diez reales que importo el oficio y tienda de sedero que fue de dho alférez”.
También los viajeros que recalaban en los puertos de La Palma, observadores circunstanciales de la realidad isleña, dejaban constancia de esta floreciente industria textil. George Glas comentaba en su obra Descripción de las Islas Canarias 1764 que la Palma exportaba a Tenerife azúcar, almendras, dulces, tablas, brea, seda cruda y orchilla.
Según informe del ingeniero militar don Francisco de Gozar mediado el siglo XVIII: “La isla da bastante seda, y con la que sacan los tejedores de las otras, y principalmente de la Gomera, mantienen un numero de telares, en que fabrican tafetanes muy fuertes que despachaban bien en Tenerife y América”. En efecto, el investigador don Juan Régulo Pérez[3] sostiene que el número de telares existentes en La Palma en 1775 era de 3000, frente a los 44 de Tenerife en 1777, con lo que la producción de la Palma y La Gomera superaba con mucho a la del resto de las islas.
LOS SEDEROS Y SUS TALLERES
El oficio de sedero podría proporcionar pingües beneficios a los artesanos. Buena muestra del progreso adquirido con dicha actividad la evidenciamos en la figura de José Pedrianes. Su esposa Nicolasa Fernández manifiesta en su testamento[4] que pocos bienes llevó la pareja al matrimonio, perdidos en un incendio declarado en su humilde vivienda en el barrio de San Sebastián. Sin embargo, en régimen de gananciales, y producto del trabajo sericultor adquirieron varias casas (todas ellas en el mencionado barrio de San Sebastián), y joyas. Entre sus pertenencias figuran: “...siete telares y demas pertenencias del oficio de sedero como torno, peines y redinas correspondientes...”
El artesano establecía su taller en la casa de su habitación que, por lo general disponía de huerto de regadío anexo. Así, Petra de la Concepción declara en su testamento de 13 de agosto de 1819[5] que su marido José Sánchez aportó al matrimonio “...una caldera de cobre, telar, peyne, redina...y una tela de seda torcida...”, habiendo adquirido en gananciales una “...casa nueva de alto y bajo con su huerta de regadio en esta ciudad...”. Del mismo modo, Antonio Romualdo Sansón Rodríguez, originario de Los Sauces y vecino de la ciudad, detalla por bienes en su disposición testamentaria de 1807[6] “...La casa de alto y bajo de mi habitación con su huerta de hortalizas y arboles situada en esta ciudad que todo linda por delante calle real... Yten el torno, redina, telares, peynes, calderos y demas utensilios propios del oficio de cederia que se halla dentro de la casa...”. También aparece en la partición de bienes por muerte de Antonio Vicente Fernández, sedero, protocolizada en 1840[7] “...una casa de alto y bajo con huerto de regadio, en la calle principal de Santiago, inmediata a la ermita de Sta Catalina...”.
Este último, con anterioridad, había solicitado a tributo en 1790 un cañón de agua para utilizar en su taller que se encontraba en una casa junto a la de su vivienda, manifestando en la correspondiente escritura que:
“...con motibo de ser yo Maestro del Arte de las sedas y tafetanes e comprado inmediata a las casas de mi habitación una cassa terrera a los herederos de Franco Calderon en donde tengo mi tienda del oficio y tengo a mis oficiales en la qual casa se halla un sitio muy propocionado para hacer toda clase de tintas, pero acontece el que como quiera que este Arte de sedas necesita una grande limpiesa con Abundancia de Agua y de esta caresco aquí...”[8]
El cultivo de morales respondía en buena lógica a la comodidad de disponer lo más cerca posible del alimento necesario para el desarrollo de los gusanos, lo que puede deducirse del testamento otorgado en 1733 por Beatriz Camacho[9], viuda de Salvador Francisco, vecina de Breña Baja, en el que declara tener: “...una guerta de tierra con el moral y mas tres ssee de tierra delante de la puerta y mº tanque y un telar...”.
Un taller, por lo general, disponía de varios artesanos especializados. Las tareas de hilar y tejer eran desempeñadas de modo habitual por mujeres; en cambio, el trabajo en el torno era más propio de los hombres. También existía una cierta distinción en cuanto al lugar de trabajo. Los telares proliferaban por doquier en todos los puntos de la Isla pero, mientras que en la capital abundaba más la mano de obra masculina, en los pueblos la tendencia se invertía a favor de las mujeres.
LAS HERRAMIENTAS
La sericultura es una actividad con dos tareas bien diferenciadas: La cría del gusano (Bombyx Mori ) la transformación de la fina fibra en ese tejido de suave tacto, peculiar brillo y extraordinaria textura que es la seda. Respecto a la primera cabe decir que la Isla goza de una clima óptimo y condiciones naturales para dicha cría. Debido a la gran voracidad de los gusanos, la rentabilidad y calidad del producto final pasa por disponer de gran cantidad de morales o moreras cuyas hoyas tiernas constituyen su alimento (para obtener una libra de seda se necesitarían aproximadamente 75 Kg. de hojas frescas). Asimismo se necesitan muchos capullos para rentabilizar el trabajo (al menos 125 para obtener un real en venta de tela durante el siglo XVIII). En cuanto a la segunda, aunque la imagen que suele permanecer en la retina de todo el proceso es la de una persona aplicada pacientemente a su obra tras el rústico telar, la elaboración es mucho más compleja y consta de varias etapas, cada una de las cuales precisa de una herramienta y un trabajo especializado (pueden llegar a contabilizarse hasta 12 operaciones diferentes, con sus respectivos grupos humanos: Torneros, torcedores, tejedores, etc.).
Todo comienza con la recolección de los capullos incubados antes de que tenga lugar la eclosión de la crisálida (aproximadamente 20 días desde su formación). A continuación se introducen en un caldero con agua caliente para reblandecer la sericina (sustancia gominosa) y por medio de una escobilla o rama de brezo se toman los extremos del fino hilo llenando los cañones con ayuda de un huso o redina para realizar el “torcido” que le da más consistencia a la fibra; luego se pasa al torno donde se forman madejas. Esta seda, aún “cruda”, necesita un tratamiento de cocido con agua jabonosa que elimine completamente la sericina y le proporcione suavidad, brillo y flexibilidad. Entre los tintes naturales más utilizados se encontraban los de la cochinilla y la cáscara de almendra. Por último los hilos pasan a la urdimbre y luego al telar que forma la trama final del tejido.
En la ya comentada partición de bienes al fallecimiento de Antonio Vicente Fernández[10], además de diversos libros de cuyos títulos pueden intuirse contenidos relativos a su oficio (“curiosidades de la Naturaleza”, “Arte de fundiciones”, Reflexiones sobre la Naturaleza”) son inventariadas con su correspondiente aprecio, las herramientas de su taller: Un torno de torcer seda (35 pesos), dos redinas con sus bancas (14 pesos), un urdidor con su trascañadera[11] (12 pesos), tres telares de sedería (30 pesos), dos cabrías de plegar (2 pesos), un rastrillo de hueso (5 pesos), varios calderos, dos peines de sedería (4 pesos), cinco peines de sedería (10 pesos).
Era habitual que el propio artesano fuese vendedor del producto manufacturado[12]. Asi, en la partición hecha por los herederos de Miguel Agustín de Torres el 18 de noviembre de 1825[13] se hace relación de las siguiente herramientas que se encuentran en la tienda y casa de su habitación en San Telmo: Un torno de hacer madejas (2 pesos), un torno de hilar seda y caldera de plomo (17 pesos y 4 reales de plata), calderos, dos cuartos de tinta de sedero, un peine de cedro (4 pesos) y un telar.
La seda era un artículo de exportación, pero también de consumo local, como se pone de manifiesto con la presencia de tafetanes, brocateles, damascos, pañuelos y medias de “seda de la tierra” en cartas dotales, inventarios y particiones post mortem.
EL RELEVO GENERACIONAL
La destreza necesaria para la fabricación de telas se alcanzaba tras varios años de práctica, lo cual obligaba a que la contratación de aprendices se efectuase a una edad temprana, pero también era el oficio artesano de sedero una tradición familiar transmitible de padres a hijos. Por ello, además del aprendizaje se incluía el posterior legado de todas las herramientas, procurando así garantizar el relevo generacional. Así, María Fernández, mujer de Antonio Rodríguez, vecino de la ciudad, declara en su testamento de 1737[14]:
“...yo y mi marido dimos a Santhiago nro. Hijo que costeamos el oficio de sedero de telares, torno, redina, con todos sus abios, una caldera y un caldero que costaron 50 pesos, 27 libras de seda a 24 rrs la libra...”
Igualmente, Tomás de Morales, oriundo de La Orotava y vecino de la ciudad, manifiesta en su testamento de 1760[15]:
“...después de fallecida mi mujer a Jph mi hijo en esta Ysla pª que buscase su vida le di todo lo necesario que avia menester pª el oficio de sedero asi telar, peine, torno y redina con mas dies [ ) de seda pª su beneficio...”
LA DECADENCIA
Desde finales del siglo XVIII la fábrica de seda había sufrido una progresiva, drástica e irreversible merma que no logró detenerse ni siquiera con la intervención de la Sociedad Económica de Amigos del País, siendo infructuosas sus iniciativas. Tanto es así que en el primer cuarto del siglo XIX la producción había sufrido un retroceso del 70%. El doctor José Viera y Clavijo en su obra Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias[16] reconocía entre los motivos una cierta desidia a pesar de las magníficas condiciones naturales para la cría del gusano de seda (o bicho de seda):
“...Ojalá que nuestros paisanos, conociendo bien el rico ramo de comercio y de industria que les está ofreciendo la seda en la temperie benigna de estas islas se aplicasen con el debido ardor a la cría de gusanos y plantío de morales. Todavía La Palma, donde esta cría y las manufacturas de seda más se han adelantado, no llega su cosecha anual a diez mil libras...”
Para el comisionado por el Gobierno Francisco Escolar Serrano que realizó estadísticas en las Islas Canarias, reflejadas en su obra Estadística de las Islas Canarias entre 1793 y 1806, la causa de la decadencia era el progresivo uso que los isleños hacían del algodón.
Según Pascual Madoz en su diccionario geográfico-estadístico-histórico (1849)[17], a pesar de la calidad textil, semejante a la seda procedente de las mejores fábricas europeas, la competencia resultaba muy difícil debido a la carestía que suponía la mano de obra. No obstante, aún entre 1844 y 1845 la seda torcida figuraba entre los productos principales de exportación a la Península[18].
La propagación durante el siglo XIX (1859) de una enfermedad conocida por pebrina, que afectaba al gusano, causó grandes estragos en la sericultura europea, lo que convirtió a las islas en una especie de reducto de salubridad. La prensa palmera de 1867 se hacía eco de la siguiente noticia:
“...la enfermedad llamada gatina [sic) que tanto daño causa a los gusanos ha hecho que las fábricas extranjeras fijen su atención en nuestra isla. De aquí que el establecimiento en ella de una máquina de vapor para el hilado de la seda y la exportación del capullo que se viene haciendo...”[19]
En efecto, mediada la centuria decimonónica se tenía la conciencia de que era necesario introducir nuevas técnicas que incentivasen y mejorasen la producción. Es así que el economista Don Benigno Carballo Wangüemert en su obra Las Afortunadas. Viaje descriptivo a las Islas Canarias de 1862 proponía nuevos aires para la sericultura:
“...el gusano de seda cría por el sistema primitivo, y la seda se saca limpia y tuerce según procedimientos antiguos...En cuanto a la fabricación de la seda, debo decir que se resiente del mismo defecto. Lo que se fabrica en La Palma es de superior calidad; pero el sistema de telares, la tintorería, los procedimientos necesitan reforma y con esta reforma, acreditada la fabricación, pudiera ser también origen de prosperidad...”
En 1866 don Blas Carrillo Batista, don Félix Laremuth y Hulm, vicecónsul de Gran Bretaña y don Augusto Gachón Teulón, comerciante francés, crearon una sociedad colectiva mercantil bajo el nombre de “Blas Carrillo y Compañía” que, según el documento fundacional, tenía por objeto la compra y venta de capullos y sedas en esta provincia, hilanza de primera y exportación de ambos géneros[20]. Las técnicas mecánicas y la forma de organizar el trabajo eran propias de la Revolución Industrial, cuya mentalidad era contrapuesta al antiguo trabajo artesanal en aras de un mayor rendimiento.
La sofisticada maquinaria que había sido traída a la Isla desde Francia por don Augusto Gachón y don Scipión Martín, fue instalada en el exconvento de Santo Domingo, adquirido con anterioridad por el propio don Blas Carrillo. Según informe de la Sociedad de Amigos del País, el número de operarios era de 35 personas, cobrando las hilanderas un salario que correspondía al doble del habitual en trabajos desempeñados por mujeres[21].
Ocho años más tarde, en 1873 fue disuelta la sociedad[22].
Como muestra del declive ya apuntado, reproducimos un fragmento escrito por la inglesa Olivia M. Stone de su obra Tenerife y sus seis satélites, publicada en Londres en 1887, en que dice:
“...Saliendo de San Salvador, fuimos a ver el telar de seda más antiguo que queda en la isla. La Palma solía ser famosa por su artesanía de seda pero en la actualidad existen pocos telares, ya que la importación de seda confeccionada a máquina en Europa ha reemplazado la producción de los telares manuales de la Isla. Cuando visitamos este telar estaban tejiendo una bufanda o fajín de seda de doce pulgadas y medio de ancho. Los fajines tienen cuatro yardas de largo y el precio varía entre dos y cuatro dólares cada uno. El que estaba en el telar tenía un tono magenta, un color nada atractivo a nuestros ojos. Era imposible conseguir colores rojo o escarlata puro...”[23]
La sericultura palmera, protegida por orden de 1984 del Ministerio de Industria y Energía, en una especie de regresión al pasado, subsiste aún en el municipio de El Paso[24], utilizándose métodos y herramientas artesanales para la elaboración de seda natural con un patente sello de calidad, avalado por la historia y la tradición.
NOTAS
[1] RÉGULO PÉREZ, Juan: La Laguna y la sericultura canaria, La Laguna, Ayuntamiento, 1976, p. 33.
[2] Archivo de Protocolos Notariales de La Palma (en adelante A.P.N.P.), José Manuel Salazar, 14 de febrero de 1823.
[3] RÉGULO PÉREZ, Juan, op. cit.
[4] A.P.N.P. Francisco Mariano López Abreu, 13 de enero de 1782.
[5] A.P.N.P. José Manuel Salazar, 24 de enero de 1824.
[6] A.P.N.P. Felipe Rodríguez de León, 1 de abril de 1807.
[7] A.P.N.P. Antonio López Monteverde, 2 de julio de 1840.
[8] A.P.N.P. Bernardo José Romero, 23 de noviembre de 1790.
[9] A.P.N.P. Antonio Vázquez, 12 de noviembre de 1733.
[10] Cfr. Not. 7
[11] En Valencia, se utiliza el término trescanar para designar la operación de limpiar, separando, copos, nudos, etc.
[12] Cfr. Not. 2.
[13] A.P.N.P. Manuel del Castillo Espinosa, 8 de julio de 1833.
[14] A.P.N.P. Andrés de Huerta Perdomo, 27 de agosto de 1737.
[15] A.P.N.P. Pedro de Escobar y Vázquez, 21 de octubre de 1760.
[16] VIERA Y CLAVIJO, José: Diccionario Natural de las Islas Canarias.
[17] MADOZ, Pascual: Diccionario geográfico-estadístico-histórico de Canarias, Valladolid, Ámbito ediciones, 1986.
[18] Ibídem.
[19] HEMEROTECA LA COSMOLÓGICA: “Gusano de seda”, en El Time, 15 de junio de 1867.
[20] A.P.N.P. Antonio López Monteverde, 3 de octubre de 1866.
[21] PAZ SÁNCHEZ, Manuel: Los “Amigos del País” de La Palma, Santa Cruz de Tenerife, Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma, 1981, pp. 46-48.
[22] GONZÁLEZ GONZÁLEZ, Germán: “Cronología comentada de don Blas Carrillo Batista (1822-1888)”, en Aritmética de Niños, Santa Cruz de la Palma, 2003, pp. 67-73.
[23] STONE, Olivia M.: Tenerife y sus seis satélites, Las Palmas de Gran Canaria, Cabildo de Gran Canaria, 1995, vol I. P. 338.
[24] MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, Braulio: “La Seda de El Paso”, en La Graja. Revista Cultural Palmera nº 4, primavera 1990, pp.: 18-19.